En el vértice sur del triángulo, Devesa hace honor a su toponimia de ´vega cultivada´, y cierra el Valle del Curueño, con la fastuosidad de una vegetación exuberante.
En el casco del pueblo se conservan vestigios de los antiguos señoríos, como una Casa Solariega construida en 1787, con los escudos de los ´Robles´. Hay otra cerrada, y la gente del pueblo da fe de varias labras heráldicas que fueron retiradas por sus propietarios, o incluso sepultadas en huertos o jardines. El orgullo de un pasado ´glorioso´ parece persistir en el recuerdo de las gentes.
Las casas adelgazan cada vez más la piedra, a medida que la ribera toma distancia con la montaña, y solo los cimientos son aquí de cantos rodados, sustituidos de inmediato por el adobe, que da a las viejas calles del pueblo una pátina de oro gastado.
Su iglesia arma espadaña con nido de cigüeña; otra señal de identidad de estos dominios de verde y agua, y celebra fiesta patronal por San Miguel, que cae el 8 de mayo, en plena eclosión de la naturaleza.
Pero lo auténticamente abrumador de este paisaje son los arribes al río, donde a tiro de piedra tiene lugar el abrazo del Curueño y el Porma. El Soto de Devesa se convierte en primavera en un paraje casi selvático, de hierbas erizadas, trochas cegadas por los arrastres del río en el invierno, troncos tendidos, escolleras, sebes de mimbre empotradas contra los fresnos… El rumor creciente del agua se entremezcla con los cantos de pájaros silvestres, el croar de las ranas, la marabunta de los mosquitos, el vuelo algodonoso de vilanos o el despuntar de flores de amplios colores, luchando por el sol en este ámbito de la umbría.
Ezequiel Sánchez, quien nos acompañó al punto de encuentro de los ríos, se lamenta, con la clarividencia de los hombres del entorno rural, abandonados a su suerte:
“Antes había truchas autóctonas, recogida de hierba, fréjoles, menta, lúpulo, jóvenes, hacendera…. No queda nada. Tan solo la nostalgia de doce vecinos, perdidos en la longitud del invierno “.
Ezequiel procede de Riaño. Es un testigo de la decadencia del mundo rural. A su edad sigue añorando el nacimiento de los ríos, el orégano, el te de peña, la trocha del oso, el canto del urogallo, los picos martirizados de la cordillera. Pero añora, sobre todo, la vida comunal que aún le tocó en suerte protagonizar, cuando llegó a Devesa, y se quedó ya para siempre en su ´triángulo mágico´, para testificar su arrumbe por un modelo de vida que nunca será el suyo.
Todos, como Ezequiel, llevamos a cuestas nuestra añoranza.